De Darwin a las enfermedades raras

De Darwin a las enfermedades raras


La exploración de los conceptos de evolución humana y selección natural en el contexto de enfermedades genéticas raras, muestra la importancia de encontrar curas y la preservación de la diversidad genética para contribuir al progreso de la sociedad.

Más de una vez te habrá sucedido. Caminas por la calle y te cruzas con una madre empujando un carrito con un niño. Cuando se acercan, te das cuenta de que algo no cuadra. El niño parece demasiado grande y viaja en una postura extraña: las extremidades retorcidas en ángulos imposibles, el cuello levantado, la mirada perdida. Tus ojos, incomodados, desfilan rápido por ese cuerpo maltrecho para posarse sobre la madre que empuja el carro como si no tuviera ruedas, como si fuera un cajón cargado con años de penas, incertidumbres, largas esperas, lagunas de ignorancia y pena. Una vez han pasado de largo, sigues tu camino. Probablemente, tardes poco en olvidar el encuentro.

Aquellos que hacen avanzar la evolución los capaces de generar descendencia son, a su vez, beneficiarios de un legado de características heredadas de sus progenitores.

Nunca sabrás qué tipo de condición era la de aquel niño. Si su dolencia se produjo a raíz de un trauma durante el parto, un accidente siendo bebé o si se trataba de uno de tantos afectados por una enfermedad genética, una de esas raras condiciones tan poco frecuentes. Si este fuera el caso, tampoco sabrás si su enfermedad estaba estancada o, por el contrario, seguía progresando irremediablemente hacia un final demasiado prematuro para alguien de esa edad. También eres ajeno a la odisea sufrida por sus padres, desde que el niño manifestase los primeros síntomas hasta que algún médico les golpease con el mazazo que supone saber que la dolencia de un hijo no tiene cura.

Observarás que a estas alturas de tan dura introducción no ha aparecido el nombre de la patología. De hecho, todo el caso es ambiguo y parco en detalles. Esta es una decisión deliberada para destacar que el caso descrito podría aplicarse a muchos de los miles de enfermedades genéticas de baja prevalencia que hasta el momento tenemos catalogadas en nuestros libros y guías médicas. Efectivamente, se estima que existen entre 6.000 y 8.000 enfermedades raras, minoritarias o poco frecuentes. Dentro de cada una de ellas, los casos de afectados en un país como el nuestro pueden oscilar entre unos pocos cientos y un número tan reducido como los dedos de una mano.

Las razones de la baja frecuencia de estas enfermedades pueden ser diversas: basta con que se den pocos casos uno entre cada 2.000 habitantes según la legislación europea, porque pertenecer a una minoría a veces es cuestión de normativa local para entrar en esta denominación. Pero la gran mayoría, más del 80 por ciento, se debe a algún defecto en el material genético, que puede producirse espontáneamente o bien heredarse. La consecuencia más inmediata es que en este caso son dolencias congénitas: se nace con esta enfermedad. Por esta misma razón, una de las principales metas en la lucha para erradicarlas es obtener un diagnóstico temprano, a poder ser antes de que síntomas muy graves, como malformaciones o retraso cognitivo, sean irreversibles.

Puede que resulte llamativo el uso de la expresión «lucha por erradicarlas». Efectivamente, los esfuerzos por investigar, mejorar diagnósticos, tratamientos y calidad de vida de los afectados por enfermedades raras y sus familiares es una de las líneas estratégicas en el área de la salud para la mayoría de países de nuestro entorno. No es una política longeva; apenas hace veinte años que se han puesto sobre el papel, con nombre y apellidos, las acciones concretas para ello. Actualmente, existen bases de datos de patologías genéticas y otras enfermedades minoritarias, subvenciones para desarrollar fármacos que resulten efectivos contra algunas de ellas y convocatorias de ayudas a la investigación a todos los niveles. Por supuesto, nunca son suficientes. Es muy difícil recabar apoyos y destinar recursos para algo que va a beneficiar a unas pocas personas.

Una postura muy habitual, llegados a este punto, es tirar de cinismo y frivolidad y resignarse a admitir que los pobres desdichados que han tenido semejante mala suerte con la lotería genética no tienen esperanza. No pueden tenerla: la naturaleza les ha dotado con una carga que no pueden superar, y aunque podemos intentar hacer algo por ellos por cuestiones éticas inherentes a las sociedades modernas, en realidad, no tienen cabida en una población que avanza inexorable por los caminos de la selección natural. Y es entonces cuando mucha gente saca a colación al amigo Charles Darwin y a la teoría de la evolución de las especies. Pues bien: hablemos de evolución.

Selección natural

El hito que supuso la publicación y difusión de las ideas de Charles Darwin a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX ha sido tan popularizado como malinterpretado. La idea de la evolución de las especies no fue en sí misma una novedad ni supuso una ruptura radical con el paradigma imperante, o al menos dentro de la comunidad científica. Lo más revolucionario de la extensa obra presentada por el naturalista inglés era la propuesta del cambio de las especies a través del mecanismo conocido como selección natural, el cual, por cierto, también fue propuesto por otro naturalista, Alfred R. Wallace, que llegó a las mismas conclusiones que Darwin y cuyos trabajos se presentaron conjuntamente. Por lo desafortunado de su propio nombre, este es el origen de las más inmediatas tergiversaciones del concepto.

El naturalista, explorador, geógrafo, antropólogo y biólogo británico, Alfred Russel Wallace (1823-1913), fotografiado c. 1895.

«Selección natural» implica para el lector una intención, una aparente elección entre varias posibilidades, descartando otras. De alguna manera existe selección, obviamente, cuando de entre toda una progenie solo algunos individuos sobreviven; y entre estos, menos todavía lo harán hasta una edad en la que estén listos para fertilizar a una hembra. Y de estos últimos, todavía menos serán capaces de llegar a consumar tan noble empresa, garantizando la continuidad de la especie. Siendo rigurosos, lo que asegurarán será el tránsito de la especie; un tránsito por un camino que llevará a los descendientes de sus descendientes hasta una transformación que, tras miles y miles de generaciones, habrá dado lugar a algo tan distinto que nosotros, desde el futuro, denominaremos con un nombre completamente diferente al de la especie con la que hemos comenzado.

Se ha producido una evolución y solo aquellos individuos que han sido capaces de generar descendencia van a participar en la transformación entre especies. Con esta visión dinámica y transgeneracional podemos apreciar que el concepto biológico de especie es, en sí mismo, algo temporal: lo que hoy es una especie, dentro de millones de años será considerado el antepasado de una totalmente distinta. A mitad del camino, coexistirán dos o más especies estrechamente emparentadas, pero suficientemente distintas.

Una cuestión de herencia

¿Quién «selecciona» a esos pocos elegidos que garantizan el tránsito y el futuro cambio? Los depredadores, la capacidad de obtener recursos, la sagacidad para conquistar a las hembras más fértiles y dispuestas; en definitiva, cualquier rasgo que permita a nuestros héroes dejar descendencia va a facilitar que promocionen para la gloria. Esta es la clave del asunto: que la selección se ejerce sobre los rasgos, no sobre los individuos, si somos estrictos. Y por mucho que uno se esfuerce, conseguir esos hitos no siempre es mérito personal. En realidad, es una cuestión de herencia.

Y así, nos encontramos con que aquellos que hacen avanzar la evolución son, a su vez, los beneficiados de un legado de características heredadas de sus progenitores.

Los rasgos se seleccionan, en la naturaleza, sobre la base de su persistencia en el conjunto de una población. Si esos rasgos han permitido medrar a una especie en un ambiente concreto, decimos (desde el futuro siempre, puesto que nuestro presente es una especie de foto de llegada en la carrera evolutiva) que esa especie «se ha adaptado». Si el ambiente cambia y ninguno de los individuos es capaz de usar sus hasta el momento beneficiosos rasgos para dejar descendencia, la especie sucumbirá. A eso, y nada más que a eso, es a lo que se refieren los conceptos de «supervivencia del más apto», «lucha por la existencia» o «capacidad de los mejor adaptados para sobrevivir».

Los avances médicos, la higiene, la mejora de las condiciones de vida, etc., no han alterado la selección natural.

De algún modo fácilmente imaginable, esto ha dado pie a imaginar esa lucha como una pugna violenta en la que solo los más fuertes sobreviven. En muchas ocasiones, este concepto ha sido deliberadamente explotado y amplificado con la finalidad de promover el odio entre los pueblos. Pero sin llegar a esos extremos, en el imaginario colectivo todavía impera la noción de que solo los fuertes, los sanos, los atractivos y capaces son los individuos que rigen la evolución.

Y siguiendo este razonamiento, en un mundo actual como el nuestro no hay cabida para la evolución humana.

Hoy día los avances médicos son capaces de asegurar que personas con dolencias que otrora supusieran una condena de muerte, lleguen a la edad reproductora sin mayores problemas; que muchos individuos claramente poco dotados para sobrevivir en un mundo hostil consigan perpetuar su nulidad generación tras generación. Hemos pulido discapacidades, reducido desigualdades y garantizado el acceso a salud y bienestar a miles de individuos que jamás habrían pasado el cuello de botella impuesto por una selección natural implacable.

No, en absoluto. No hemos alterado para nada la selección natural, porque por su misma concepción no es algo que pueda detenerse. Esta idea es fruto de esa inadecuada interpretación de los postulados de Darwin. Pero si retomamos la lectura hasta un par de párrafos más atrás, nos percatamos de un detalle importantísimo.

Nadie dirige el proceso de selección. Nadie elige a los más aptos. Sus rasgos se convierten en «seleccionados» única y exclusivamente porque han conseguido dejar descendencia. Que lleguen a la meta por ser más fuertes, atractivos y vigorosos que sus congéneres, o porque un medicamento ha prolongado su vida y una subvención gubernamental ha conseguido que accedan a una vivienda donde poder formar una familia, es total, completa y absolutamente irrelevante para el proceso evolutivo. En ambos casos, esos individuos están proporcionando el combustible necesario para que el motor de la evolución no deje de avanzar.

Los genes y los rasgos heredables

Los seres humanos seguimos sujetos a la selección natural y, por esa razón, nuestra especie sigue evolucionando. Los rasgos que se seleccionan ya no son los mismos que para nuestros ancestros, por más que sigamos siendo esclavos de muchos de ellos. Aunque hemos hablado largo y tendido de cómo se produce la selección natural, para entender mejor la forma en que evoluciona la especie humana necesitamos sacar a relucir a los protagonistas más importantes de toda esta historia, sin los cuales no es posible entender el porqué de todo este mecanismo de selección. Es hora de hablar de los genes.

La información contenida en el ADN de nuestras células, organizada en tramos de información que llamamos genes, es el auténtico sujeto de la selección natural. Los rasgos heredables son en realidad la consecuencia de una serie de genes que cada uno portamos. Todo empieza con un pedacito de información genética que sirve para construir una única molécula, una proteína, o para regular la función de esa misma o cualquier otra proteína de cuantas construyen nuestro organismo. Un cambio puntual en un gen puede producir una proteína mejor o peor para la función que venía desempeñando… o, sencillamente, una función ligeramente diferente. Una sencilla mutación en un gen que permanecía silenciado en humanos adultos provocó que se mantuviera encendido en algunos individuos, que al pertenecer a una tribu ganadera, descubrieron que la leche de sus animales les sentaba muy bien.

El síndrome de Down es un trastorno genético causado por la presencia de una copia extra del cromosoma 21 (o una parte de este), en vez de los dos habituales.

Un hecho tan fortuito, en el que se mezclan la lotería genética, los factores ambientales y la actividad humana, ha redundado en que una porción mayoritaria de los seres humanos desayune leche. ¿Y los que siguen siendo intolerantes a la lactosa? No se han extinguido, ni mucho menos. Hoy día pueden alimentarse con leche sin lactosa o cualquiera de las alternativas para que encuentren su sitio en una sociedad cada vez más diversa tanto en lo genético como en lo cultural. Los genes siguen ahí y siguen cambiando. Para una especie de reproducción sexual, como la nuestra, la hibridación supone una forma de trasvasar barreras y limitaciones naturales, reduciendo las probabilidades de tener descendencia con deficiencias genéticas que se acumulan entre las familias con alto grado de consanguinidad (de ahí, sin ir más lejos, que muchas dolencias de base genética se hayan convertido en minoritarias).

Contra todo lo que algunos aún critican, la mezcla producida por la globalización, la eliminación de fronteras y la hibridación que conllevan están facilitando que nuestra especie se enriquezca genéticamente y está produciendo evolución. La selección sigue obrando, solo que en vez de garantizar que unos sobrevivan y otros perezcan, está haciendo que algunas variantes genéticas sean más predominantes en unos lugares u otros del globo. Las consecuencias de estas variantes son mucho menos emocionantes: en ciertas regiones predomina un color de piel, una talla específica o diferente tasa de metabolización del alcohol. Y estas variantes están continuamente puestas a prueba por fenómenos ambientales como cambios de las temperaturas o movimientos migratorios concretos.

El reto de hallar cura

Retomando el inicio de nuestro viaje a través de la evolución, que comenzó con las terribles enfermedades genéticas humanas, luchar por encontrar una cura para ellas sigue formando parte de nuestra evolución como especie. No estamos alterando la selección natural, estamos formando parte de ella igual que cuando nuestros antepasados luchaban por sobrevivir hasta la madurez sexual. Garantizar la equidad, el acceso a los recursos sanitarios y unas garantías que permitan a nuestros conciudadanos llegar a desarrollar sus planes de vida de la forma más satisfactoria posible no va en contra de los postulados de Darwin. Es más, garantizar que un chico como el protagonista de la primera y ficticia escena de este texto pudiera tener descendencia no es una cuestión humanitaria o solidaria. Pocas veces se reflexiona sobre lo que perdemos cuando una persona con dificultades para integrarse y sobrevivir en nuestras sociedades sucumbe ante un problema de salud incurable.

Recreación en 3D de manipulación genética añadiendo, alterando o eliminando genes en el ADN (molécula que contiene la información genética de los seres vivos).

Quién sabe cuántas personas con altas capacidades para hacer ciencia, arte, política, y un larguísimo etcétera, están dejando de contribuir a lo que llamamos con orgullo «progreso de la civilización». Perder este legado genético, sencillamente porque de entre las decenas de miles de genes que conforman el conjunto llamado genoma humano, uno de ellos ha resultado defectuoso, es una catástrofe. No hay mejor manera de contribuir a la historia de nuestra especie que garantizar que todos podamos sumar nuestro granito de arena, sin sufrir ni padecer, sin dolor ni pena. El legado de Charles Darwin sigue vigente, aunque en su día ignorase toda la base genética que conocemos hoy tan bien. Sabemos cómo se distribuyen los genes entre la descendencia, cómo cambian en el proceso, cómo operan sobre nuestro cuerpo y cómo el ambiente puede afectarlos. La variabilidad entre individuos, poblaciones, y cómo la epigenética moldea las variantes genéticas a título prácticamente individual, aportando una capa extra de regulación, hacen que podamos afrontar la enfermedad como jamás antes habíamos soñado. Pronto podremos incluso corregir los genes defectuosos y, tal vez, erradicar del todo cualquier rastro de sufrimiento que se deba a una modificación en el ADN.

Sin tener idea de todo esto, Darwin nos proporcionó un contexto, una toma de conciencia. Nos hizo ver que nuestro lugar en la naturaleza no está por encima, sino al mismo nivel que los animales, plantas y seres vivos de toda clase que cohabitan nuestro plantea. Todos viajamos en un mismo tren que nunca se detiene y cuyo avance serpentea de maneras impredecibles, y que ahora mismo, por primera vez en nuestra historia, podemos intentar comprender y anticipar, sin dejar de sorprendernos. Y qué mejor manera de disfrutar de ese viaje que asegurarnos de hacerlo todos juntos.

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