Rituales celtas, trucos de la naturaleza y acuerdos con el diablo: todo ello influyó en que las «jack-o'-lanterns» se convirtieran un símbolo icónico de Halloween.
No hay una imagen de Halloween más clásica que la de una calabaza tallada y brillante colocada en una ventana o junto a la entrada, creando un ambiente macabro. Durante décadas, tallar una calabaza ha sido una de las principales tradiciones otoñales de Estados Unidos y se celebra con fiestas, festivales y competiciones televisivas.
La historia de estas calabazas de Halloween, o jack-o’-lanterns, su protagonismo como decoraciones de Halloween y el motivo por el que se tallan es un cuento interesante. Aunque el legendario jinete sin cabeza y su calabaza han asustado a los estadounidenses durante generaciones, los orígenes reales de las jack-o’-lanterns se remontan a hace siglos, a las tradiciones del Viejo Mundo en países como Irlanda, Inglaterra y Escocia.
Por el camino, rituales paganos, leyendas locas y fenómenos naturales se han entretejido para crear una historia fascinante que es parte realidad, parte ficción y aterradoramente entretenida.
Rituales celtas
El concepto de utilizar una fruta o verdura redonda para representar un rostro humano se remonta a hace miles de años en algunas culturas celtas europeas. «Podría incluso tener orígenes precristianos que evolucionaron a partir de la costumbre de la veneración de la cabeza o quizá representaran trofeos de guerra arrebatados a los enemigos», afirma Nathan Mannion, director del museo EPIC - El Museo de Emigración Irlandesa en Dublín. «Es bastante macabro, pero podría haber simbolizado las cabezas cortadas de los enemigos».
La idea arraigó durante el festival celta del Samhain, que originalmente se celebraba el 1 de noviembre y ha inspirado muchas tradiciones del Halloween moderno. Se creía que, en la víspera del Samhain, el 31 de octubre, los espíritus de los muertos se mezclaban con los vivos. Para protegerse de esas almas en pena, la gente se disfrazaba y tallaba rostros aterradores en tubérculos comestibles como remolachas, patatas y nabos, que normalmente abundaban tras una cosecha reciente.
Según Mannion, también evolucionó por motivos prácticos. «Las linternas de metal eran bastante caras, así que la gente vaciaba los tubérculos comestibles», explica. «Con el paso del tiempo, empezaron a tallar rostros y diseños que permitían que la luz pasara por los agujeros sin extinguir la llama».
Los visitantes del Museo Nacional de Irlanda Country Life, en el condado de Mayo, pueden ver de primera mano lo terroríficos que eran esos nabos. Hay un molde de yeso de un nabo tallado, que era muy habitual a principios del siglo XX lamado «nabo fantasma» y que tiene dientes y ojos siniestros en las exposiciones permanentes del museo.
Flaquezas humanas y trucos de la naturaleza
Los orígenes de las jack-o’-lanterns no se limitan al producto; el término también hace referencia a las personas. Según el diccionario Merriam-Webster, en la Gran Bretaña del siglo XVII era habitual llamar «Jack» a un hombre de nombre desconocido. Por ejemplo, un vigilante nocturno se denominaba «Jack-of-the-Lantern», o jack-o’-lantern.
Después está una leyenda irlandesa del siglo XVIII: Stingy Jack, un indeseable que, según se dice, era un herrero con predilección por las fechorías y el alcohol. Hay decenas de versiones, pero una narración frecuente es que Stingy Jack engañó al demonio dos veces. Cuando Jack murió, le prohibieron la entrada al cielo y al infierno. Pero el demonio se apiadó de Jack y le dio una brasa de carbón para encender su linterna hecha con un nabo mientras vagaba entre ambos lugares eternamente, lo que inspiró el nombre Jack-of-the-Lantern, o jack-o’-lantern.
«También se utilizaba como cuento con moraleja, una fábula, ya que el alma de Jack había quedado atrapada entre dos mundos y, si te portabas igual que él, tú también podías acabar igual», cuenta Mannion.
El cuento también explicaba los ignis fatuus, un fenómeno natural que ocurre en pantanos y ciénagas como los del campo irlandés y que produce luces parpadeantes a medida que combustionan los gases de la materia orgánica en descomposición. Estos fuegos fatuos pasaron a denominarse jack-o’-lantern, ya que parecían «una llama flotante que se alejaba de los viajeros», explica Mannion. «Si intentabas seguir la luz, podías caerte en un socavón o una ciénaga, o ahogarte. La gente pensaba que era “Jack of the Lantern”, un alma perdida o un fantasma».
A medida que Irlanda comenzó el proceso de electrificación nacional en la década de 1930, la leyenda de Stingy Jack empezó a decaer. «En cuanto las luces se encendieron, muchas de las historias perdieron su fuerza y las imaginaciones de la gente no se desmadraban tanto», afirma Mannion.
La llegada a Estados Unidos
Con todo, para entonces la tradición de las jack-o’-lanterns ya había arraigado en el Nuevo Mundo y aparecido en la literatura y los medios estadounidenses. El escritor Nathaniel Hawthorne mencionó una en su relato corto de 1835 El gran carbunclo y de nuevo en 1852 en Feathertop, un relato acerca de un espantapájaros cuya cabeza era una calabaza tallada. Según Cindy Ott, autora de Pumpkin: The Curious History of an American Icon, la primera imagen de una calabaza jack-o’-lantern es probablemente una que apareció en un número de 1867 de Harper’s Weekly.
La leyenda de Sleepy Hollow o La leyenda del jinete sin cabeza de Washington Irving, un relato corto publicado en 1820 y republicado en 1858, propulsó más que nunca la calabaza dentro de la cultura estadounidense. En el punto álgido de la narración, el jinete sin cabeza tira una calabaza tallada a Ichabod Crane, al que nunca vuelven a ver. Pero la mayoría de las imágenes de este villano terrorífico lo retratan sosteniendo una jack-o’-lantern, de ahí que la historia se convirtiera en un elemento perenne de Halloween.
«La leyenda se considera una historia de Halloween, probablemente porque fue una de las primeras historias de terror de fama mundial», explica Sara Mascia, directora ejecutiva de The Historical Society of Sleepy Hollow and Tarrytown. «La calabaza empezó a vincularse a ese elemento de miedo y por eso aparece la jack-o’-lantern, porque está con el [soldado] Hessiano, el jinete sin cabeza, se llame como se llame».
En el siglo XIX y a principios del siglo XX, la llegada de inmigrantes irlandeses, que trajeron consigo sus tradiciones y leyendas, también contribuyó a dar forma a la historia de las jack-o’-lanterns en América. Descubrieron que las calabazas, que no eran autóctonas de Irlanda pero sí habituales en Norteamérica, eran mucho más fáciles de tallar que los nabos o las patatas.
A medida que más estadounidenses empezaron a celebrar Halloween, la jack-o’-lantern surgió como su imagen más icónica. Una reseña en Atlanta Constitution describía el festival de 1892 de «All Halloween» en la casa del alcalde de Atlanta William Hemphill de forma muy positiva: «Jamás en los anales de la sociedad de Atlanta se ha ofrecido un entretenimiento más único y brillante», con decoraciones que mostraban «todo tipo de linternas sonrientes hechas con calabazas, con rostros hábilmente tallados».
Las calabazas talladas ya no solo sirven para fines decorativos. Pese a su aspecto terrorífico, las jack-o’-lanterns simbolizan una sensación acogedora de comunidad. «En Halloween no vas a casa de alguien si no tiene una jack-o’-lantern», afirma Ott. «Se trata de cimentar una comunidad, proteger los buenos valores, la vecindad. La calabaza y la jack-o’-lantern también adoptan esos significados».
Durante la última década, la popularidad de las jack-o’-lanterns no ha disminuido. Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, en 2018 se cosecharon más de mil millones de toneladas de calabaza. Muchas acaban en los porches como jack-o’-lanterns, aunque unas cuantas hacen apariciones televisivas en programas como Pumpkin Wars de HGTV o Outrageous Pumpkins de Food Network.
Esta costumbre tan arraigada al otro lado del charco apenas había penetrado en España hasta hace unos años, aunque la calabaza siempre ha estado presente en la gastronomía española, especialmente al norte. Según datos de Eurostat, esta festividad resucita año a año el consumo de la calabaza española: en 2018, produjimos y exportamos 121.000 toneladas, 6.000 más que el año anterior.
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J.M.S
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