El obispo de Zamora que desafió a la gripe en nombre de la fe
Durante la epidemia de 1918, el prelado Álvaro y Ballano desafió las recomendaciones médicas y apostó por dar misas. Casualidad o no, la ciudad registró una de las tasas de fallecimientos más altas de España.
Desde la peste negra medieval, la mayor epidemia que ha sufrido la humanidad
fue la gripe de 1918. Se calcula que murieron entre 50 y 100 millones de
personas en todo el mundo por un virus de origen incierto. En España
fallecieron unos 200.000 ciudadanos, el 1% de la población de la época.
Una de las historias más peculiares de la gripe tuvo lugar en Zamora y
el protagonista fue un obispo.
Antonio
Álvaro y Ballano había realizado una meteórica carrera dentro de la
Iglesia. Nacido en Cimballa, en Zaragoza, en 1876, cursó la carrera
sacerdotal en la capital aragonesa.
Profesor
de hebreo y filosofía en el seminario de Sigüenza (Guadalajara), fue
canónigo magistral del cabildo eclesiástico de El Burgo de Osma. Pasó a
la canonjía de Toledo, y en 1913 el cardenal Sancha, primado de España,
le nombró obispo de Zamora.
Hombre
muy culto y versado, seguía con interés y preocupación todos los
avances científicos de su tiempo, puesto que era de los que pensaban que
la ciencia apartaba a los hombres de Dios. Así lo explicó claramente en
su primera pastoral, donde citaba a Newton o Ampère, pero no como
ejemplos de los avances de la disciplina, sino como metáforas de la
atracción o repulsión del hombre hacia Dios.
En
1918 llegó la gripe a España, donde se le llamó popularmente “soldado
de Nápoles”, debido a que esta pieza de la zarzuela La canción del
olvido triunfaba en ese momento en los escenarios.
Los
primeros casos se detectaron en la zona este. En septiembre de 1918,
con motivo de unas maniobras de artillería del Ejército en Zamora,
llegaron los primeros casos a la ciudad.
Se
trató de establecer una cuarentena entre los soldados, pero, como suele
pasar, los reclutas estaban más interesados en confraternizar con las
zamoranas y pronto aparecieron los primeros casos entre los civiles.
El
hecho de que fuera época de cosecha incidió en que mucha gente no
pudiera participar en las labores del campo y hubiera restricciones de
alimentos.
El
inspector general de Sanidad, Manuel Martín Salazar, trató de avisar a
la gente de que evitaran el contacto con personas enfermas para prevenir
el contagio. A instancias del gobernador provincial, se prohibieron las
grandes reuniones como medida profiláctica.
Sin embargo, no todo el mundo apoyaba estas medidas sanitarias.
El
30 de septiembre, el obispo Álvaro y Ballano desafió la prohibición
organizando una misa y novena en honor de san Roque, protector contra la
peste, porque, según él, la causa de la gripe era debida a “los pecados
y la ingratitud”.
La
novena fue un éxito y el propio obispo la calificó como “una de las
victorias más importantes que ha obtenido el catolicismo”, y también la
gripe, puesto que las muertes en Zamora se dispararon durante la
epidemia, donde se registraron más fallecidos que en otras capitales de
provincia.
El
prelado siguió desafiando la norma organizando misas diarias, con lo
que consiguió picos de mortalidad de hasta 200 personas al día, como
sucedió el 12 de octubre de 1918. La gripe se cebó especialmente con los
médicos y los religiosos que atendieron a los enfermos, como las
hermanas Dositea Andrés y Perfecta Temiño, ambas de la orden de las
Siervas de María.
A esta última todavía la recuerda una placa situada en el ayuntamiento viejo de Zamora.
También
tuvo especial incidencia entre los zamoranos de 21 a 30 años. Un
resumen de daños nos dice que el brote se inició entre el 20 y el 25 de
septiembre de 1918 y alcanzó el punto más álgido del 5 al 26 o 27 de
octubre.
Los
datos más fiables dicen que en Zamora capital murieron ese año 979
personas en una población de 17.183 (5,7%), mientras que en el resto de
la diócesis murieron 12.371 de un total de 247.341 habitantes (5%). Por
comparar, en la oleada de otoño-primavera de 1918, en Madrid, con una
población de 600.000 personas, fallecieron 2.500 (0,4%). La mortalidad
de la gripe en Zamora fue 10 veces superior a la de otras ciudades y 5
veces mayor a la media de España.
Por
cierto, el obispo siguió contando con el respeto y cariño de sus
feligreses, que poco menos que le consideraban el nuevo Atilano, primer
obispo de Zamora, que en el siglo X peregrinó a Tierra Santa para purgar
sus pecados y liberar a la ciudad de la peste. Fue obispo de Zamora
hasta su muerte con 51 años. A pesar de su fe, el Señor no le premió con
una vida larga.
Gripe que no es española
—
A pesar de que se conoce popularmente como la gripe española, estamos
seguros de que su origen no fue en España. La gripe se inició entre los
soldados estadounidenses que fueron a luchar a Francia en la Primera
Guerra Mundial. Los primeros casos se descubrieron en un campamento
militar en Fort Riley (Kansas), aunque el año anterior se habían
detectado algunos benignos en otros campamentos del Ejército en Estados
Unidos.
—
Probablemente, este virus sufrió alguna mutación en Francia que aumentó
su letalidad. La movilidad de los soldados, el hacinamiento y la bajada
de las defensas debido al estrés facilitaron su propagación.
—
Si se la suele llamar gripe española es debido a que este país no
participó en la Primera Guerra Mundial y por eso no se censuraron
informes sobre mortalidad de los soldados, como pasaba en Francia por la
guerra.
Fuente: J. M. Mulet en el Periodico El Pais
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