La realidad matemática: números primos y estados cuánticos
Todos los que ya se han preguntado sobre qué es lo real, han podido qui zás hacerse la siguiente cuestión: ¿podemos llamar real a aquello que tan solo puede ser aprehendido por la mente, pero no por los sentidos?
Por ejemplo, ¿es real una línea recta, absolutamente recta, sin principio ni fin, sin espesura, ni color, ni materia, ni luz, ni nada más que no sea una trayectoria de puntos sin dimensión a través del espacio infinito? ¿La línea recta, por no tener materia ni nada que la represente en el mundo físico, dejará por eso mismo de ser real?
Innumerables filósofos, matemáticos, pensadores e incluso poetas ya presentaron sus teorías, ensayaron sus argumentos, debatieron sus demostraciones y, aun así, ahora mismo, continuamos haciéndonos la pregunta: ¿qué es real?
Presentamos aquí una hipótesis dada la ausencia de una demostración aceptada universalmente de que existe un mundo matemático, una realidad numérica independiente del mundo físico. Es una hipótesis muy antigua, intuida, para muchos verdadera, pero que aquí presentamos sin certezas.
Es muy común oír a grandes matemáticos afirmar que, al buscar leyes matemáticas, sienten que tan solo avanzan por territorios ya existentes, descubriendo lo que esos nuevos paisajes ofrecen a una conciencia preparada para ver. Pensemos, por ejemplo, en el caso del gran matemático hindú Srinivāsa Rāmānujan (1887-1920), que descubría sus fórmulas y ecuaciones de gran influencia después en varias áreas de la matemática por pura intuición o inspiración, dejando para después las demostraciones que acabarían por confirmarlas.
También el matemático Bernhard Riemann (1826-1866) tuvo una de esas inspiraciones cuando presentó su hipótesis de que la distribución de los números primos respeta una ecuación llamada función zeta de Riemann. A pesar de que esta fórmula ya ha sido confirmada para los primeros 10.000.000.000.000 de números primos, aún no disponemos de una demostración final para todos los infinitos números primos.
Hay una diferencia importante entre inspiración y demostración. Una demostración es el resultado de un encadenamiento lógico de razonamientos matemáticos que fundamentan una determinada conclusión. La inspiración, o intuición, en la que el matemático siente haber encontrado una verdad, surge como una iluminación espontánea. Bien esté distraído, en una situación cotidiana, bien en medio de una meditación sobre un tema determinado, la intuición surge de un modo abrupto e inesperado, como un destello, acompañada de un sentimiento de verdad y de certeza. Fue lo que le sucedió, por ejemplo, entre tantos otros, al físico checo Petr Šeba mientras viajaba en autobús, cuando descubrió una relación entre las previsiones de los autobuseros sobre los tiempos entre paradas y los estados de partículas subatómicas, patrón que acabaría siendo confirmado experimentalmente. Es llamado «universalidad», un patrón intermedio entre lo aleatorio y lo regular (periódico), que se hace evidente también en la ecuación de Riemann asociada a los números primos.
El patrón rojo presenta un equilibrio ente aleatoriedad y regularidad conocido como «universalidad», que ha sido observado en el espectro de muchos sistemas complejos y correlacionados. En este espectro, una función llamada «función de correlación» da la probabilidad exacta de encontrar dos líneas espaciadas por una distancia dada.
Números primos
Un número primo es solo divisible por sí mismo o por la unidad, de modo que dé como resultado un número entero. Entre los diez primeros números, encontramos cuatro primos (2, 3, 5 y 7). En los primeros cien, son 25. En los primeros mil, 168.
Los números primos así descritos no siguen, aparentemente, ningún orden conocido, no tienen ritmo, no son previsibles ni tienen un valor máximo. Euclides, en torno al 300 a. C., demostró que son infinitos. Tal supuesta aleatoriedad de los números primos es una de las garantías usuales de seguridad para la construcción de algoritmos informáticos de encriptación.
Por otro lado, comenzaron a ser identificados algunos indicios de regularidad en tal distribución de los números primos. Además de la ya referida universalidad de esta distribución —que conjuga la aleatoriedad con la regularidad— fue también descubierto, estadísticamente, que las cifras finales de los números primos siguen una curva de probabilidad en relación con las cifras finales de los primos siguientes. Por ejemplo, después de un primo que termina en 9, es un 65% más probable que el siguiente primo termine en 1 que nuevamente en 9. Si la secuencia fuese estrictamente aleatoria, la probabilidad estaría uniformemente distribuida por las cifras 3, 7 y 9. Es como si los números primos evitasen repetirse a sí mismos, y tuviesen preferencia sobre cuáles deben ser los primos siguientes.
Tal vez se pueda generar una cierta confusión de conceptos al referirnos a los primos como aleatorios. Los números primos están perfectamente determinados, fijos, en sus posiciones, inexorables en sus valores numéricos. Después del número primo 101, sabemos que sigue el primo 103. Esto sería tan solo aleatorio o debido al azar si en vez del 103 pudiera ser cualquier otro número, pero no es así. La cuestión está en saber por qué, a lo largo de la infinita recta de los números reales, están en aquellas posiciones, qué ley, qué orden, qué fuerza misteriosa los colocó en sus debidos lugares.
La ciencia de hoy en día, por lo común, siempre que se encuentra ante un patrón que no consigue codificar, o un comportamiento que no puede explicar, recurre a las ideas ambiguas del azar y la aleatoriedad, para así llenar el vacío de nuestra ignorancia. Sucede eso, por ejemplo, en las explicaciones del big bang, en la evolución del universo, en las suposiciones de las teorías darwinistas, así como en el análisis de los números primos.
El azar y la aleatoriedad son suposiciones enraizadas en la mente de aquel que desconoce las leyes subyacentes. Son los grandes tótems que acabaron por sustituir la creencia en Dios, en el destino y en el sentido profundo de la vida y de la realidad.
Para nuestra intuición, se hace cada vez más evidente una relación profunda entre los números primos (tal como otras relaciones matemáticas entre los números y la naturaleza, por ejemplo con el número pi o phi) y la estructura del mundo físico en que vivimos. Todos los números enteros naturales, o son primos, o pueden ser escritos como el producto de números primos. Por ese motivo, los números primos son considerados los «átomos» de los números, de tal modo que a partir de ellos se pueden generar por multiplicación todos los otros. Preguntar por qué están en esas posiciones es lo mismo que preguntar por qué existe el hidrógeno, el helio, el litio y todos los otros elementos de la tabla periódica. Los elementos y sus propiedades existen de acuerdo con las leyes de la física atómica, que a su vez respetan las leyes matemáticas y geométricas.
De acuerdo con la física clásica, los sistemas atómicos complejos deberían expresar comportamientos caóticos, inestables e imprevisibles. Sin embargo, desde la respuesta de un átomo de hidrógeno a un campo magnético hasta las oscilaciones de grandes núcleos atómicos —que la física clásica no conseguiría prever—, la física cuántica está llegando a conseguir entrar en este aparente caos y desentrañar su orden escondido. Se ha conseguido esto solo gracias a la alianza entre los teóricos, tanto de la física como de la matemática, y el puente entre ambos ha sido, entre otras herramientas matemáticas, la intuida función zeta de Riemann.
Sistemas cuánticos y números primos
Riemann observó que los ceros de aquella fórmula corresponden a resultados precisos en la distribución de los números primos. Por otro lado, los físicos, basándose en la misma ecuación, encontraron una semejanza con la fórmula trazo para el caos cuántico, en el cual los ceros de la función zeta corresponden a la duración de los periodos orbitales. Esta última frase, desde luego, requiere explicaciones adicionales.
Como sabemos, los estados posibles de un sistema dado están cuantizados, o sea, no pueden asumir cualquier valor intermedio. Algo semejante sucede con los números primos, que asumen valores específicos y fijos, no pudiendo ser encontrados en cualquier zona intermedia de la línea de los números. Dicho de otra manera, aquello que determina la posición o el valor de los números primos parece ser lo mismo que aquello que determina la posición o valor de los estados de un sistema cuántico, especialmente los niveles energéticos de los núcleos atómicos pesados como el uranio.
Cuando miramos los números, o sea, cuando los vemos con el ojo interno de nuestra mente, ¿qué tipo de realidad estamos mirando? ¿Dónde está la estructura y la fuente de los patrones matemáticos que modelan tantos comportamientos del mundo físico? ¿Dónde están los números primos y cómo consiguen actuar sobre nuestro mundo? Tal vez el siguiente relato ayude a pensar sobre estas preguntas.
John y Michael eran dos gemelos autistas cuyo pasatiempo preferido consistía en encontrar, con la única ayuda de su propia mente, grandes números primos. Oliver Sacks, el neurólogo que identificó este extraño comportamiento —describiéndolo en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero—, necesitó recurrir a largas tablas numéricas para descifrar los números que los gemelos intercambiaban entre sí; también necesitarían estas tablas los mejores matemáticos del mundo, si hubieran querido descifrarlo; sin embargo, los gemelos autistas tan solo necesitaban de un momento de intensa concentración para verificar si dado un número, por mayor que fuese, era o no un número primo. El mayor primo que encontraron tenía 22 dígitos.
¿Cómo es esto posible? Siglos de investigación matemática, geniales intelectos y vidas enteras aplicadas al estudio y al trabajo matemático, y aún estamos aparentemente lejos de encontrar una fórmula que prevea el valor para todos los números primos. Y dos gemelos, con aquello que la ciencia explica como uno más de sus azares de mutación genética, aparecen con la facultad de captar en su subjetividad un mundo de números inaccesible a la mayor parte de los mortales.
Siguiendo la tradición pitagórica, volvemos a recordar las palabras de Pitágoras de que todo en el universo respeta la ley del número. Al alzar sobre el mundo físico nuestra intuición contactamos con un mundo matemático, cuya realidad es comprobada, tan solo, por la profundidad de ese mismo contacto subjetivo en la sensibilidad de nuestra mente. No esperemos demostraciones ni pruebas cabales para aquello que requiere de intuición para ser percibido.
De la misma manera que en incontables artículos de matemáticas se encuentra la conjetura de «si la hipótesis de Riemann es correcta, entonces…», nosotros podemos conjeturar otro tipo de hipótesis, la enseñada por Pitágoras y tantos otros sabios: la existencia del mundo matemático como realidad existente por sí misma. Si el mundo matemático es una realidad, o sea, si es parte de una estructura cósmica invisible e inmaterial, previa a cualquiera de los fenómenos físicos, ¿no tiene sentido que esa realidad, como una mente cósmica, organice y disponga de toda la realidad material de acuerdo con leyes que respetan invariablemente los principios matemáticos, aritméticos y geométricos?
¿No es más lógico que, en vez de que asumamos pretenciosamente que algo que existe en el universo pueda surgir al azar, asumamos que por detrás de todo lo que no comprendemos hay un significado? ¿No tiene más sentido el que detrás de todo lo aparentemente casual existe una causa? ¿No tiene más sentido pensar que por detrás de todo el caos existe un orden aún no explicado? Tal vez podamos afirmar, si la hipótesis de una realidad matemática es correcta, que todo lo visible y mensurable es tan solo una sombra de lo invisible e inmensurable.
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